24 de julio de 2013

Una cultura saludable



Para disfrutar de una cultura saludable se me hace que es requisito ineludible alcanzar un equilibrio, colocando en un fiel de la balanza la cultura oficial, es decir, la que ofrecen las instituciones públicas, las obras sociales de las entidades financieras y las grandes empresas del sector, y en el otro fiel, la contracultura, esa cultura alternativa o underground de la que tan buen reflejo son las librerías independientes.
 
Estoy convencido de que lo que hace singularmente atractiva a una ciudad, lo que le confiere su nivel cultural y su grado de modernidad, no son solo sus museos, sus teatros y macro-librerías de muchas plantas, sino también esos locales que, apartados de las principales rutas comerciales urbanas, ofrecen al visitante un oasis en el que refrescarse frente a la torridez de la cultura oficial.
 
Esta reflexión viene a cuento a raíz de la experiencia que viví el fin de semana pasado en la nueva librería La extra-vagante, en la Alameda de Hércules. Atraído por el mensaje colocado en la puerta del local, "pasen y lean", entré y descubrí una librería maravillosa. La sala infantil, la exposición de publicaciones periódicas alternativas, la venta de vinilos, la cafetera de cápsulas y el sillón, y sobre todo, la ristra de títulos de calidad que ahí se encuentran, me contagiaron la pasión sincera del dueño por los libros.

No pude evitar mantener una conversación con el librero, quien acabó transmitiéndome su preocupación por la posible eliminación del IVA reducido del que actualmente disfrutan los libros, y confesando que de hacerse efectiva tal iniciativa, se plantearía seriamente el cierre de la librería.

Salí de La extra-vagante con sensaciones encontradas: por una parte, feliz por el descubrimiento y orgulloso porque mi ciudad albergue este tipo de librería; pero por otro lado triste, no solo por la amenaza de cierre que se cierne sobre ella, sino por el convencimiento de que con el cierre Sevilla acabaría convirtiéndose en una ciudad  un poco más gris, y un poco más pobre.
 

12 de junio de 2013

15 de junio


El próximo sábado, 15 de junio, se cumplen doscientos sesenta y seis años del día en que el muchacho Cósimo Piovasco di Rondó se encaramó a un árbol y adoptó la firme determinación de no volver a poner un pie en tierra en su vida.
 
Cada vez que se aproxima la fecha me resulta imposible sustraerme al recuerdo del protagonista de El barón rampante, de Italo Calvino. Cada vez que se acerca el 15 de junio no puedo evitar acordarme de uno de los personajes más fascinantes que me ha regalado la literatura.
 
El acto de trepar a un árbol, hacerse el juramento de pasar el resto de los días entre las ramas, y las inigualables aventuras que tal decisión acarrea, a la manera de Cósimo quien, con semejante comportamiento, se rebeló contra la forma de vida, rancia y aristocrática, imperante en el palacio de su padre el barón, y que daba ya los estertores en el viejo continente, no solo coloca a Cósimo como una personificación precoz de esos hombres ilustrados que arrojarán la luz de la razón sobre Europa, sino que también me hace llegar al convencimiento de que para escribir historias fantásticas de calidad no es necesario ambientar las tramas en constelaciones más allá de Orión, o en planos paralelos de realidad, sino que basta con subirse a la horcadura de una encina y contemplar el mundo a unos cuantos metros del suelo.

 

2 de junio de 2013

De patos, gusanitos y arte contemporáneo


A veces la realidad pone delante de nuestras narices situaciones extraordinarias e inverosímiles a la vez que bellas e inquietantes que más parecen producto de la mente calenturienta de un artista contemporáneo que de los azarosos engranajes que mueven el mundo.
 
Hace veintiún años un buque de carga fue sorprendido por una tormenta enmedio del Pacífico. Como consecuencia de los violentos embates del océano y de las bruscas sacudidas se abrieron las puertas de uno de los contenedores, arrojando el buque al agua toda la mercancía: 28.800 patitos de goma. 
 
La imagen de los miles de patitos de goma navegando a la deriva se emitió en todos los informativos. La escena era ridícula, cómica, pero no por ello menos inquietante y simbólica. Si el grupo de patitos hubiera sido una instalación ideada por un artista contemporáneo emergente para un festival de relumbrón no pocos curator habrían percibido "una crítica soterrada a los excesos del consumismo en Occidente", o "una denuncia frívola del intensivo tráfico de mercancías que implica el capitalismo". No me cabe la menor duda de que todo un Ai Weiwei correría a firmar semejante Obra como propia.
 
A menor escala, el otro día en el Carrefour, la realidad me brindó otra situación llamémosla conceptual. Paseaba yo el carrito de la compra cuando frente a mí se desplegó la imagen de decenas de gusanitos desperdigados a lo largo del pasillo central del supermercado. Durante el intervalo de tiempo que transcurrió entre la rotura de la bolsa de gusanitos y el momento en que se presentó la empleada de la limpieza para recogerlos, presencié unas cuantas de escenas curiosas.   
 
Me retiré a un lado y me dediqué a observar la reacción de la gente frente al inopinado obstáculo. La mayoría miraba sorprendida al suelo y sorteaba los gusanitos con sumo cuidado. Otros, los más despistados, los pisaban y cuando caían en la cuenta de la profanación causada se apartaban a un lado con un gesto de disculpa dibujado en la cara. No transcurrió mucho tiempo hasta que se formó un tapón en el pasillo central.
 
Una vez superada la crisis me dio por pensar que las dudas y la inseguridad demostradas por la gente a la hora de enfrentarse a un montón de inofensivos y coloridos gusanitos bien pudiera tratarse de sensaciones provocadas a causa de una experiencia performativa pergeñada por un artista para, por ejemplo, "transmitirnos el concepto de la sustancia de la condición humana".
 
Acaso sea el acaecimiento de sucesos como estos los que definitivamente expliquen mis escasas visitas a exposiciones de arte contemporáneo, por aquello de que el arte imita a la vida,
 
y la vida, señores, al arte contemporáneo.
 
 

21 de mayo de 2013

Una visita a muelleuno


Hace una semana me di un paseo por muelleuno, la zona del Puerto de Málaga recientemente remozada por el Ayuntamiento y ganada a la ciudad como un rutilante centro comercial abierto.

Las dimensiones de la inversión dedicada a rehabilitar esta zona portuaria se intuyen desde el mismo momento en que desciendes al parking subterráneo. Rótulos indicadores LED, algas marinas dibujadas en las paredes y chill out en el hilo musical predisponen al visitante para lo que va a descubrir en la superficie. Coges el ascensor y emerges al muelle donde frente a ti se presenta un espacio cool y moderno desde el que se tiene una incomparable vista de la ciudad y donde las tiendas a modo de naves, espaciosas y de altos techos, se abren al mar.
A lo largo del muelle abundan los bares de copas y se alinean comercios de toda clase: tiendas multimarca de moda, establecimientos de venta de muebles, negocios de restauración, áreas de recreo infantil, etc. Hay de todo.

De todo, menos una librería.

El hecho de que entre tanta tienda no haya un mal hueco para libros me parece revelador, confirmando así mis sospechas de que este muelleuno es un emplazamiento fashionista más al que la gente viene a ver y a ser vista, un rinconcito de glamour dispuesto para que el público más it, tras pulirse la tarjeta, disfrute de las puestas de sol sobre la bella ciudad de Málaga con un vaso de balón en la mano.

Un centro comercial sin librería tiene la misma sustancia que la vida interior de la que hace gala un pedorra televisiva cuando le arriman un micrófono a los morros.


Pero una grata sorpresa me aguarda cuando termina mi visita a muelleuno. Justo al lado del centro comercial abierto, se celebra la Feria del Libro de Málaga, de manera que para sacudirme tanta estulticia me acerco a uno de los puestos y compro una novela.

La pago, y me largo.

1 de mayo de 2013

La regla de las tres "ces"


Una de las cosas que le pido a un jefe es que tenga la capacidad de dar instrucciones que se amolden a la regla de las tres "ces": Claras, Concretas y Concisas. Y ello porque la puesta en práctica de órdenes oscuras, inconcretas y difusas por parte del encargado de llevarlas a cabo no solo pueden dar lugar a consecuencias indeseadas sino también provocar un vuelco en la situación geopolítica del mundo.
 
¿?
 
9 de noviembre de 1989. Egon Krenz, sucesor de Honecker como cabeza del Politburó de la República Democrática Alemana, ordena a Gunter Schabowski, portavoz del Gobierno, que en la inminente rueda de prensa y con el objeto de apaciguar los ánimos de los ciudadanos de la R.D.A., haga una somera alusión a la confusísima nueva regulación de las condiciones para viajar al extranjero. En el encuentro con periodistas de todos los países el portavoz cumple las indicaciones del jefe. Perspicaces, los plumillas detectan las contradicciones existentes en el nuevo plan de viajes ideado por el Gobierno, en base a lo cual deciden acribillar a preguntas sobre el asunto a un atribulado Schabowski, quien ante un mar de dudas termina haciendo unas declaraciones que cambiarían el mundo: los ciudadanos de la R.D.A. podrán viajar al extranjero sin la necesidad de contar con la autorización previa de las autoridades fronterizas.
 
Inmediatamente una multitud de berlineses se agolpa frente a los puestos fronterizos del Muro, Puerta de Brandeburgo, Checkpoint Charlie, Invalidenstrasse, etc, con las consecuencias que todos conocemos: el fin de la Guerra fría y de la bipolaridad en el mundo.
 
 
 
Esta reflexión señores viene a cuento por la coincidencia de dos acontecimientos: el reciente cambio de puesto y de centro de trabajo (y de jefe) y porque acabo de leer el libro La caída del Muro de Berlín. Crónica de aquel hecho inesperado que cambió el mundo, de Jean-Marc Gonin y Olivier Guez (Alianza Editorial).

Y tu jefe, ¿qué tal da las instrucciones?